Ágape
Dirigido por Adolfo Lucas Maqueda
Los aplausos en la celebración. Un matiz
Adolfo Lucas Maqueda
Los aplausos en la iglesia son un tema debatido
y, a veces, controvertido para estudiosos y
fieles. No es cuestión de convencer ni para
darlos o no darlos; tan sólo quiero expresar
un hecho que puede darse en determinadas
y puntuales circunstancias.
Somos conscientes de que los fieles no
aplauden constantemente en las celebraciones
litúrgicas, e incluso cuando surge no lo
hacen con exageraciones ni algarabías,
ni para menospreciar los ritos sagrados ofrecido
s a Dios ya que ellos, en última estancia,
también celebran los misterios de Cristo como
asamblea convocada por el Espíritu Santo.
Recuerdo que en la Iglesia antigua, y no en todas partes, algunos homiletas suscitaban el aplauso de sus oyentes durante los sermones, dígase por ejemplo Pablo de Samosata, san Juan Crisóstomo y san Agustín. En realidad, los cristianos de aquella época sólo aplaudían, y no siempre, en ciertos momentos de la celebración litúrgica: la entrada, la homilía y la salida. Actualmente, la figura del Papa aglutina estos tres momentos. (Desde siempre el papado ha recibido los vítores y aclamaciones por parte de los fieles).
Por lo general, los cristianos saben que el aplauso es un elemento extraño a la liturgia, se concibe como algo profano y teatral, poco respetuoso para una iglesia. Sin embargo, hay ocasiones que el aplauso puede ser bueno, sano y necesario; y aunque no lo prevean las rúbricas, puede ser un gesto apropiado, sugerente, audible, comunitario, alegre y agradecido. ¡Un gesto de admiración!
Por eso, creo que este tema debe ser vivido con paz, armonía y naturalidad. Y es que hay mucho más sentido común del que nos creemos, al menos, en los fieles. Ellos no aplauden sin ton ni son; impera un sentido común: nadie aplaude al cura cuando se termina la misa, ni se han oído aplausos después de una lectura por muy bien que la hayan proclamado. El aplauso surge espontáneo cuando la comunidad expresa un asentimiento y conformidad que viene a ser un Amén o Aleluya siempre en sintonía y participación con el misterio que se celebra. Así, los libros litúrgicos romanos (en concreto, ritual del Bautismo y del Matrimonio) reconocen que hay ciertos momentos durante la celebración donde se pide una respuesta entusiasta de la asamblea. Con toda lógica, no se habla de aplauso, sino de una aclamación, un Amén, un Demos gracias a Dios; lo que ocurre es que ni se sabe lo que hay que responder, ni se dice con gozo, que no es la expresión alegre y gozosa de la comunidad cristiana. Quizá se aplaude a los novios después del consentimiento o a los neófitos adultos recién bautizados. Habría que ver estos aplausos, dirigidos normalmente a ellos, con un sentido de gratitud y alabanza a Dios por los nuevos dones que Él hace a la Iglesia en las personas de éstos.
De todos modos, es mejor no aplaudir en la celebración litúrgica, aunque puntualmente pueda ser recomendable. Eso sí, no podemos olvidar que, en definitiva, el Espíritu Santo es quien haría brotar el aplauso cuando un fiel está sumergido realmente en la liturgia. Y es que la asamblea litúrgica deja de ser una comunidad humana para convertirse en parte del cielo, deja de ser ella misma para ser una asamblea doxológica, pneumatófora, divinizante, santificada. Se podría parafrasear aquel texto bíblico: no soy yo es Cristo quien aplaude en mí. El mismo Dios se aplaude a sí mismo a través de sus dones más preciados: los cristianos en asamblea orante.