Ágape
Dirigido por Adolfo Lucas Maqueda
Subsidio litúrgico mensual
«De hecho, en la teología Dios siempre se da por sentado como un asunto de rutina, pero en lo concreto uno no se relaciona con Él. El tema de Dios parece tan irreal, tan expulsado de las cosas que nos preocupan y, sin embargo, todo se convierte en algo distinto si no se presupone sino que se presenta a Dios. No dejándolo atrás como un marco, sino reconociéndolo como el centro de nuestros pensamientos, palabras y acciones.
Dios se hizo hombre por nosotros. El hombre como Su criatura es tan cercano a Su corazón que Él se ha unido a sí mismo con él y ha entrado así en la historia humana de una forma muy práctica. Él habla con nosotros, vive con nosotros, sufre con nosotros y asumió la muerte por nosotros. Hablamos sobre esto en detalle en la teología, con palabras y pensamientos aprendidos, pero es precisamente de esta forma que corremos el riesgo de convertirnos en maestros de fe en vez de ser renovados y hechos maestros por la fe.
Consideremos esto con respecto al asunto central: la celebración de la Santa Eucaristía. Nuestro manejo de la Eucaristía solo puede generar preocupación. El Concilio Vaticano II se centró correctamente en regresar este sacramento de la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo, de la presencia de Su persona, de su Pasión, Muerte y Resurrección, al centro de la vida cristiana y la misma existencia de la Iglesia. En parte esto realmente ha ocurrido y deberíamos estar agradecidos al Señor por ello.
Y sin embargo prevalece una actitud muy distinta. Lo que predomina no es una nueva reverencia por la presencia de la muerte y resurrección de Cristo, sino una forma de lidiar con Él que destruye la grandeza del Misterio. La caída en la participación de las celebraciones eucarísticas dominicales muestra lo poco que los cristianos de hoy saben sobre apreciar la grandeza del don que consiste en Su Presencia real. La Eucaristía se ha convertido en un mero gesto ceremonial cuando se da por sentado que la cortesía requiere que sea ofrecido en celebraciones familiares o en ocasiones como bodas y funerales a todos los invitados por razones familiares.
La forma en la que la gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento en la comunión como algo rutinario muestra que muchos la ven como un gesto puramente ceremonial. Por lo tanto, cuando se piensa en la acción que se requiere primero y primordialmente, es bastante obvio que no necesitamos otra Iglesia con nuestro propio diseño. En vez de ello se requiere, primero que nada, la renovación de la fe en la realidad de que Jesucristo se nos es dado en el Santísimo Sacramento.»
Benedicto XVI
Dios y Eucaristía
Icono Acheropita del Salvador
Jaume González Padrós, profesor de liturgia
Es imposible no emocionarse ante la reflexión del papa emérito, Benedicto XVI, sobre los graves problemas que afligen hoy a la Iglesia - y no sólo a ella - y el análisis que hace de sus causas. En el tercer apartado de su escrito*, que ha sido publicado este jueves 11 de abril, y que ha sido acogido por muchos como la tierra seca recibe la lluvia generosa, se aborda la relación que existe entre los hechos luctuosos que lamentamos actualmente y la manera como vivimos a Dios - empezando por los creyentes católicos - así como el sacramento cumbre de su presencia, la eucaristía. Es imposible no preguntarse lo que plantea Ratzinger cuando uno contempla la cotidianidad de la vida eclesial; con qué ligereza se celebra la misa y se comulga a menudo. ¿Significa ya algo recibir el Cuerpo de Cristo? ¿Quiere decir algo fundamental celebrar el sacramento de su redención para los que participan de él? Salvando siempre la verdad de personas y comunidades que humildemente viven la eucaristía en una fe deseosa de Dios en espíritu de conversión, se abre ante nosotros, en esta sociedad que un día se creía cristiana y católica, todo un mundo de banalidad, en actitudes y gestos, ante el altar de Cristo, altar que es mesa del banquete pascual porque es cruz del sacrificio, sacrificio desde el Amor y para el amor, y sepulcro vacío, vacío de muerte y, a la vez, anuncio de vida eterna.
Todo ello nos habla de la fe, como muy bien razona el papa teólogo, de la fe que sabe a verdad o de la que tiene un regusto de lo que fue y ya no es. ¿Cómo no pensar así viendo tantas fantasías y abusos alrededor de la sagrada liturgia? Y, ¿cómo no sorprenderse cuando uno contrasta todo este submundo con lo afirmado por el Vaticano II, en sus documentos perfectamente asentados en la Tradición, y con en el magisterio de los santos papas Pablo VI y Juan Pablo II, y en el del mismo Benedicto XVI, textos fundamentados en una sólida teología así como en el saber de la santa Iglesia que es, a la vez, experta en humanidad?
El reto que hoy se nos plantea no es el de poner parches como se parchea una caldera vieja, o de sofocar una epidemia sin cambiar de hábitos de salud. Hay que cambiar; cambiar hacia una manera sana, respetando a Dios en su creación y en su redención. Benedicto XVI nos está diciendo en este escrito que la clave de todo está en conocer a Dios - desde Jesucristo - en la fe. Nos está diciendo que este conocimiento se da a partir de un «catecumenado» auténtico que, pedagógicamente, muestre cómo se pasa de la muerte a la vida, y de una vivencia de la eucaristía donde se reconozca de verdad la Presencia de Cristo, el Señor, el único Señor. Y, para ello, hay que formar a los jóvenes sacerdotes desde aquí, sin concesiones a lo mundano, como tantas veces ha denunciado Francisco, bien arraigados en el sacerdocio de Cristo, tal y como lo necesita y quiere la Iglesia, abandonando las nostalgias, sean éstas de siglos pretéritos o de décadas pasadas, para que puedan ser verdaderamente pastores, es decir, maestros en la fe que se aprende en la escuela del Evangelio. Lo que se precisa, afirma Benedicto XVI, es «primero que nada, la renovación de la fe en la realidad de que Jesucristo se nos es dado en el Santísimo Sacramento.»
Sin voluntad de renovación, de esta renovación, nada de lo que hagamos servirá de nada.